No tengo amigos. Realmente, ningunos. Pensaba que tuve algunos, pero, realmente, resulta que no. No sé si es algo bueno o malo. Pienso que no es ni bueno, ni malo. Es neutro. «Neutro» proviene de la palabra latina «neuter» que significa, justamente, «ni uno, ni otro» — nada más. No se trata de una tercera opción, de una cosa extraña, de una quimera, de algo indefinido — no, simplemente, ni uno, ni otro. Me parece que es así, no tener amigos. No es ni uno, ni otro. Ni carne, ni pescado. Ni chicha, ni limonada.
Ni coger impulsivamente tu móvil para ver si hay nuevos mensajes, ni tomar una copa de vermut en el bar sucio y poco iluminado, que frecuentaba Hemingway cuando vivía en Madrid, mezclándolo al amargo sabor de tu soledad. Ni pasar por la Puerta de Alcalá, siguiendo con tus ojos el movimiento de la mano de alguien que te cuenta su historia, sin prestar tanta atención a las palabras, pero más bien al hecho de pasar por la Puerta de Alcalá con alguien que te cuenta su historia por un día fresco del principio de la primavera.
Ni contemplar el atardecer desde la orilla de Madrid Río, sentado en el hormigón calentado durante el día por el rabioso sol del pleno verano, mientras las ventanas de las fachadas feas de los edificios de la zona con sus balcones caóticamente acristalados se encienden, haciéndolas aún más feas y caóticas, pero al mismo tiempo bizarramente simpáticas. Ni pensar de las palabras que has dicho o escrito y después te diste cuenta de que eran demasiadas, ni de aquellas que has retenido, que quedaron en tu garganta sin poder salir, porque si salieran, sería al vacío, y el vacío no es para las palabras, es para el silencio, para el vermut, para la oscuridad del bar donde tomaba copas Hemingway, donde la soledad es agridulce.
No es ni uno, ni otro. Ni bien, ni mal. Es otra cosa.
Es esta cosa que surge, aparece lentamente de la red de troncos de los árboles en el parque de Retiro, lenta e insegura, prudentemente, suavemente, pero irresistiblemente, mientras tú observas la puerta del jardín y el camino arenoso que se estira hacía ella, y la esquina del edificio del Museo del Prado que se ve a través de la puerta y el entrelazamiento de troncos, y la parte de la calle, y la parte del coche que ha parado en un paso de peatones, y los peatones que cruzan, aunque es rojo, repartidos por los espacios entre los troncos, y el helado que se vende, y las palabras del heladero que dice, helado, ice cream, helado, chicos, alternando el español y el inglés, que se ponen cuasi indistinguibles en el aire caliente e inmóvil, como las hojas secas en el pavimento, las ráfagas de la brisa ligera, fresca, que se rinde inmediatamente, sin siquiera intentar despeinarte, las ollas de la suavidad, del oro, de la belleza, que persisten, que llegan a ti mientras tú cambias de foco, que te tocan, que rellenan el parque, rellenan la zona, la ciudad, que te levantan, te llevan, te giran.
Es esto. Es esta sensación que queda cuando te encuentras en la ronda de Atocha, frente a Reina Sofía, cuasi sin recordarte cómo llegaste hasta aquí, cuando das un paso, un otro, tocas una hoja seca con tu zapatilla, la recoges y tocas otra vez, con facilidad, porque no hay viento, porque se puede predecir la trayectoria, te aceleras, y levantas tus ojos en el momento de pasar por la vitrina de la tienda, justo, de zapatillas, donde, al parecer, siempre hay una liquidación total y definitiva, con las rebajas de locos, rojas e imprescindibles, te miras en el reflejo y te sonrías, y te das un guiño y te haces un saludo tocando tu sombrero con la mano, lo que alguien por dentro quizá tome para sí, pero lo haces tú a ti, porque eres bella, y lo sabes.